1995 fue el año en que toda una generación descubrió el fútbol en Zaragoza. Esa generación que era todavía demasiado joven para disfrutar el gol de Rubén Sosa en el Vicente Calderón y que lo poco que sabían de lo que había más allá de los Pirineos era una moneda de quinientas pesetas que impactó contra la cabeza de un linier, en aquella eliminatoria perdida contra el Borussia de Dormunt. Los que llenábamos de domingo en domingo las esquinas del Fondo Sur de La Romareda y que ya llevábamos dos años dibujando el camino a la gloria, entre un 6-3, Mestalla, Urío Velázquez, Alejo y el penalti de Higuera que llenó un 21 abril la Plaza del Pilar. Ese día, todos aprendimos que el aforo aproximado del salón de la ciudad es de unas 200.000 personas.
El 10 de mayo, Zaragoza era blanquiazul. La pizarra del colegio lució durante todo el día un "AUPA ZARAGOZA", así, en mayúsculas. Todos éramos del Zaragoza. Conocíamos cada estrofa del himno, repetíamos de carrerilla aquella alineación que recordábamos mejor que las capitales de Europa -Cedrún, Belsué, Cáceres, Aguado, Solana, Aragón, Poyet, Nayim/Gay, Pardeza, Higuera, Esnaider-. Se escondieron las camisetas blancas y blaugranas. Sólo existía un león rampante sobre fondo rojo, una corona, un orgullo, y el azul y blanco de nuestros sueños. Cuando llegó la noche y el partido, las calles se vaciaron para explotar en una inmensa fiesta 120 minutos después. Era nuestra, la Recopa era nuestra. Los "Zaramágicos" habían hecho campeón a nuestro equipo, el Real Zaragoza era dueño de ese trofeo que jamás albergarán las vitrinas del Santiago Bernabeu.
De aquella generación, algunos, al poco tiempo, volvieron a sacar sus antiguas zamarras del cajón. Otros, los menos, nos quedamos haciendo guardia en las gradas del viejo estadio, esperando volver a rozar con los dedos aquel maravilloso momento. Sentados y afónicos, lloramos la muerte de Don Alfonso Solans Serrano, vimos disolverse a nuestro particular héroe de Miralbueno y rezamos para que entrase el gol de Poyet en Las Gaunas. Sufrimos viendo marcharse poco a poco a la "Quinta de París". Asistimos incrédulos a una temporada en la que, de la mano de Txetxu Rojo, pudimos lograr una Liga. Aguantamos que nos negasen el honor de jugar la Champions League y ese mismo año nos despertamos de una mala siesta en Cracovia. Ondeamos las banderas al viento en Sevilla y nos llenamos de amargura en Villarreal. Nos abrasamos al sol de la Segunda División y nos resbalaron por las mejillas lágrimas de alegría en la cima de Montjuic. Cuando más lo merecíamos nos quedamos sin la séptima. Luego creímos merecer mucho más y caímos desde el peldaño más alto de la escalera, de espaldas sobre el césped mojado de Mallorca. Nos limpiamos el barro de las rodillas y volvimos.
Hoy, ahogados en dudas identitarias y existencialistas, nos encontramos entre las manos con el peso de la nostalgia fraguada a lo largo de estos quince años. Una cadena que nos lastra en el pulular por la celda de nuestra dulce condena. La nostalgia es un elemento peligroso en la historia, necesario para el arraigo pero proclive a oler demasiado a naftalina. En los últimos años de idas y venidas, de bandazos mal direccionados y curvas sobre barrancos escarpados, la nostalgia ha sido un rincón para el alivio, la tirita para nuestras heridas. Sin embargo, las heridas bien cuidadas terminan por cicatrizar y hay que airearlas para que sanen, prescindir de las tiritas, luego, una vez olvidados los golpes es imprescindible preparase para nuevas peleas, distintas, otras. Nadie nos prometió que el camino fuese fácil el día que pagamos nuestro primer abono, pero no podemos pararnos en la encrucijada a pensar en lo ya caminado, deberíamos, tal vez, esforzarnos en elegir la dirección adecuada y seguir. Decidir si fuimos o somos. Apagar de una vez la radio para que deje de sonar Ana Belén quemando París, que Loquillo no nos repita más que alguna vez fuimos los mejores. Puede ser que debiésemos soltar el ancla de la nostalgia. Puede ser.
Mientras tanto, aquí seguimos, seguiremos, cada día, cada hora, en cada partido a tu lado. Una generación perdida en la eterna parábola que dibujo el cielo en aquel maldito mayo de París.
Salduie
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