Recuerdo el día en que se celebraba el Trofeo Ciudad de Zaragoza como un día de nuevas ilusiones, de recuerdos positivos, olor a cesped en una noche veraniega, el primer bocadillo de la temporada, nuevas caras, nuevos autógrafos a conseguir,...
Eran otros tiempos, o quizás no, puede que los tiempos sean los mismos, pero nosotros distintos.
He decidido apagar mi recuerdo, o quizás no haya sido yo, sino otros quienes me obligan a apagarlo con sus poco acertadas decisiones.
Volviendo al presente, a nuestro duro presente, me he detenido en un oasis sin saber ni cómo ni por qué. Quizás haya sido el aguacero sufrido este domingo, quizás la necesidad de dar aliento a mi mente dentro del viaje en el tiempo en el que la había sumergido.
El oasis comienza una tarde-noche de perros, de pié en el frío y duro cemento de la Romareda, en segunda fila de general de pié. El partido, no importa; el rival, menos aún; el marcador, ni lo miro; los goles si los hubo tampoco. Da igual que el que corra sea Rubén Sosa, Pardeza o Higuera. La lluvia cae como antaño, horas lloviendo, fina lluvia de esa que gusta mirar desde el sofá de casa con un buen libro encima de las piernas o viendo una película "de oscar". No era el mejor día para salir de casa, pero el fútbol se lleva dentro, o se llevaba. Antes ni un tsunami me alejaba de aquella valla, hoy son otros tiempos, o yo soy otro (de nuevo).
Ese día, la atención y las miradas no se dirigían al cesped, para nada. Mucho más cerca, justo debajo de mi paraguas. Es el recuerdo que tengo de ella, esa sonrisa protegida de la lluvia a mi lado.
Dentro de un campo de fútbol no todo es fútbol, ni tan si quiera goles. Al menos, aquél día.
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